martes, 13 de noviembre de 2012




La ley y el delito


Por Ernesto Albán Gómez


Publicado el 18/Octubre/2009



ealban@hoy.com.ec


Tomo para esta reflexión el título de una de las obras del gran maestro del derecho penal: Luis Jiménez de Asúa. Y lo hago porque considero que, para entender lo que está pasando ahora mismo en el país en cuanto a seguridad pública y para adoptar las medidas adecuadas, sería conveniente que los diversos responsables (legisladores, Gobierno, jueces, fiscales, policías) repasaran las lecciones que nos dejó el eminente jurista español.
Es una verdad de Pero Grullo, pero se prescinde fácilmente de ella, que la delincuencia es un fenómeno social que se origina en múltiples causas: políticas, económicas, sociales, culturales, éticas, jurídicas.
Por ello, atribuir la culpa exclusiva de su expansión al sistema legal es no solo una simpleza, sino también un error que, generalmente, lleva a cometer otro error: querer controlar las manifestaciones delictivas con remedios estrictamente legales.

Esto no quiere decir, por supuesto, que la ley no juegue un papel fundamental. Por eso mismo, la tarea legislativa en materia penal debe ser asumida con un elevado conocimiento científico, pero también con seriedad y con prudencia para que las normas que se expidan puedan ser aplicadas adecuadamente. Y, ciertamente, las reformas penales de marzo de este año no cumplieron estos requisitos mínimos. Y no quisiera especular sobre las motivaciones que las impulsaron.

En definitiva, convertir al hurto y al robo de bienes, que valgan hasta tres salarios básicos, de delitos en contravenciones y calificar como delitos de acción privada la estafa y el hurto fueron reformas de especial significación, pero que se hicieron sin un sólido fundamento. ¿Por qué tres salarios? ¿Por qué pasar de cuatro dólares a seiscientos cincuenta y cuatro en una sociedad en la cual un elevado porcentaje de población no tiene un ingreso mensual similar? ¿Por qué excluir a la Fiscalía y a la Policía de la investigación de los hurtos y estafas y dejar los procesos en manos de los perjudicados, a sabiendas de las serias dificultades que experimentan para llevarlos adelante? Con la consecuencia casi inevitable de que estas infracciones queden en la impunidad, aunque esa no haya sido la intención del congresillo.

La obvia reacción inmediata fue el desconcierto. El conjunto de la sociedad sintió que las reformas la dejaban gravemente desprotegida frente a la creciente delincuencia; y los hechos posteriores confirmaron el pronóstico. Y con los hechos por delante, de nada sirven las estadísticas, pues de estas se excluyen ya aquellos delitos que pasaron a ser contravenciones y aquellos que ya no conoce la Fiscalía por ser ahora de acción privada.

En estas circunstancias, resulta indispensable una contrarreforma.

Pero me asaltan nuevamente los temores, pues ya se han difundido entre los legisladores unas cuantas ideas "novedosas" que, en vez de arreglar el entuerto producido, provocarían otras dificultades. Una simple marcha atrás es lo que conviene, y que se dejen para más adelante otras propuestas más complejas. Y cuidado con suponer, otra vez equivocadamente, que una simple reforma legal hará retroceder a la delincuencia.



martes, 16 de octubre de 2012

Ecuador vs. Occidental





Ecuador vs. Occidental


Mauricio Gándara Gallegos

El Universo, martes 16 de octubre del 2012


La historia se repite: El 1 de julio de 2004, un tribunal arbitral, bajo las reglas de la Uncitral, condenó al Ecuador a restituir a Occidental lo pagado por esta por impuestos de IVA. El Ecuador demandó la nulidad del fallo arbitral ante las cortes inglesas porque los árbitros habían escogido Londres como sede del arbitraje. La Cámara de los Lores no declaró la nulidad y Ecuador tuvo que pagar a Occidental lo que le había cobrado ($ 75 millones) por IVA en sus adquisiciones.

Para su reclamo, en 2002, Occidental invocó el procedimiento arbitral previsto en el Tratado de Protección de Inversiones celebrado entre el Ecuador y Estados Unidos, que entró en vigencia desde su publicación en el Registro Oficial de 22 de abril de 1997. El Ecuador se sometió a este procedimiento arbitral por decisión del canciller de ese entonces, Heinz Moeller, quien adujo razones comerciales y no de derecho. Es en aplicación de este mismo Tratado que, esta vez, bajo las reglas del Ciadi, un Tribunal arbitral nos ha condenado a pagar a Occidental una indemnización que con intereses sobrepasará holgadamente los dos mil millones de dólares.

El Ecuador ha planteado la nulidad del fallo de inmediato, sin hacer uso del tiempo del que disponía para hacerlo, que pudo emplearlo en revisar las experiencias negativas con Occidental y las debilidades actuales de nuestra defensa, que lucen evidentes. Creo importante que nuestros conciudadanos conozcan los antecedentes del Tratado de Protección de Inversiones, bajo cuyas normas hemos sido ya demandados varias veces y, probablemente, lo seremos nuevamente.

El Tratado sobre Protección de Inversiones fue suscrito el 27 de agosto de 1993, en Washington, en el gobierno de Sixto Durán, por el embajador Édgar Terán. El Congreso lo aprobó el 28 de septiembre de 1994, de manera muy ágil, porque su presidente, Heinz Moeller, negó los anteriores pedidos de los diputados Diego Delgado y Mauricio Gándara de que al menos se leyera y aprobara el Tratado artículo por artículo, porque había disposiciones que inclusive comprometían la soberanía nacional. Fue en vano: se votó y aprobó el informe de la Comisión de Relaciones Exteriores presidida por Carlos Vallejo, que en diez líneas daba su conformidad sin analizar las disposiciones del Tratado. ¡En esa época criticamos que el Congreso aprobaba Tratados sin leerlos!

Los Tratados comerciales, los de protección de inversiones, no son por sí mismos buenos ni malos; son sus disposiciones las que pueden ser convenientes o inconvenientes. Este, de la protección de inversiones, confiere a los Tribunales arbitrales la competencia de juzgar toda clase de materias, aún las excluidas expresamente por el mismo Tratado, por lo que señala el artículo II, letra b) del numeral 3), que para efectos de la obligatoriedad de someter a arbitraje un conflicto entre las partes “una medida podrá tenerse por arbitraria o discriminatoria aun cuando una parte haya tenido o ejercido la oportunidad de que dicha medida se examine en los tribunales o tribunales administrativos de una de las partes”. Alegando discriminación o arbitrariedad, toda resolución judicial o administrativa puede ser impugnada mediante arbitraje. ¡Así rendimos nuestra soberanía!